Me levanté temprano, a pesar de que anoche parecía
imposible entrar al sueño: una puerta cerrada, y yo sentada en el umbral del
lado de afuera, los ojos abiertos de par en par, ocupados de estrellas
invisibles.
Pero el
sol tironéo de mis tobillos, por debajo de las frazadas, y me sacó de la cama.
Con un
ánimo infrecuente, me vestí cómoda y de zapatillas, y me fui a probar una clase
de yoga.
Fue un
poco liviana para mi gusto. Mis compañeras eran encantadoras señoras de pelo
blanco y articulaciones oxidadas.
Pero mi
cuerpo agradeció los estiramientos, los movimientos pausados y la relajación.
Y, claro, con mis cincuenta y pico, yo era la joven. Al contrario de lo que me
pasó en otro gimnasio muy cool al que fui hace dos días, donde todo
resultó una gran exigencia y una prueba para mi orgullo. Y la que tenía treinta
años más (o de más) era yo, entre mis jóvenes compañeros.
¿Qué
prefiero? Disfrutar debería ser ya una prioridad…
Lo dicen
desde el Cielo: Abraham[1], el jasidismo y —creo—también
la Kabbalah. Quizás muchos otros Maestros. Las entidades espirituales
—explican— sienten a través de nosotros (los seres encarnados), gozan con
nuestro placer, se deleitan con nuestra satisfacción, celebran nuestros logros,
expanden lo creado con nuestras creaciones.
¡Pobres!…
—pienso de pronto—, porque les damos pocas ocasiones. Hay demasiado dolor en
este mundo. Y, por añadidura, les echamos la culpa a los dioses, a D’s, a los
mundos superiores.
Pero
volviendo… En este estado de bienaventuranza, con el cuerpo murmurando gratitud
de que le prestara un poco de atención, pasé por un negocio en el que siempre miro una pequeña lámpara de vitraux, tipo
Tiffany, con forma de mariposa. Hace años que la miro. Y pienso: “Debe ser cara… Es cara… No voy a gastar eso en
algo que es sólo un adorno…”
Pero esta
vez sentí que era mala conmigo.
La
mariposa era la última que quedaba. Son importadas, y cierto funcionario del
gobierno, odia —entre otras cosas— las mariposas extranjeras.
Abrí mi
cartera sin mucha esperanza. Pero ahí estaba el dinero de mi trabajo. Así que
pedí que la probaran. La vi encenderse colorida, traslúcida y alegre. Y la
compré. Me la compré.
Ahora va a
estar posada en mi cuarto. Va a iluminar un rinconcito de mis sueños. ¿Me
traerá también alguno? ¿Se llevará otros?
Seguí
caminando con la bolsa. Un poco más feliz que de costumbre.
Me
acompañaba la música en mis auriculares, que adoro, y que ni siquiera me
concedo lo suficiente, aunque nada me lo impide. Sólo que no me trato todo lo bien
que podría. En medio de mi exigencia permanente, las mil obligaciones, el
trabajo, la familia, los compromisos, y esa voz amarga que continuamente
me reprocha lo que no alcanzo a hacer, olvido que la vida también consiste en
disfrutar lo que se puede, lo que la vida ofrece. Lo que también tenemos
derecho a pedirle. Que uno no se convierte en egoísta por eso. Que hay muchas
formas de revelar luz. Y que cuando estamos contentos, lejos de acumular culpas
por el mundo que sufre, somos mejores personas si podemos apreciar y agradecer,
si nos alejamos de la amargura y el resentimiento, si hacemos circular lo que
tenemos. Porque la alegría también puede hacernos más generosos. Y si
soñamos y nos acercamos a cumplir nuestros sueños, expandimos el Universo y alegramos
a los ángeles.
Llegué a
casa. No había desayunado. Me preparé un rico café con leche, tostadas de pan
integral con semillas crujientes, queso blanco y mermelada dietética (pero
rica). Y todo sabía mejor que de costumbre.
Y entonces
la música, la misma que venía trayendo desde la calle, me llenó el corazón y se
metió por mis piernas y mis brazos. Desenfundó las manos, esas pequeñas
mariposas. Y la columna estaba sensible y ondulante y blanda, y los pies
ágiles.
Y la
música me vistió por dentro.
Y empecé a
bailar.
Como
cuando era chica y María Fux nos enseñaba a danzar una planta, un color, el
aire mismo, una emoción, el silencio.
Bailé con
alegría. Como hace tanto. Bailé haciendo dibujos que encendían el espacio a mi
alrededor y desaparecían enseguida. Un dibujo tras otro. Cada giro, cada
movimiento.
Y el
corazón comenzó a reír.
Y los
ángeles reían conmigo.