A veces me quedan bachecitos de tiempo, minutos libres que
no dan para empezar a leer nada, tampoco para ponerse a trabajar en el taller…
Y tampoco me dan ganas de ponerme a contestar mails o resolver temas
domésticos, como si cualquier cosa que sintiera “obligatoria” me produjera un
instantáneo rechazo.
¿En qué mares quiero navegar entonces? El pensamiento se me
hace demasiado insustancial e incorpóreo para quedarme… pensando. Necesito
pasar las palabras a alguna forma de soporte, ni siquiera sé si para volver
después a ellas, o sí —como las miguitas de Hansel y Gretel— para poder
regresar alguna vez a no sé sabe dónde. Aunque ya sepa que no hay adónde regresar.
Por eso escribo.
Y porque yo confío en mis palabras. Palabras que son y no
son mías. Confío en la voz interior que dicta sin que me pare a pensar ni
corregir nada. Soy yo más que nunca y no soy yo. Es esta voz amiga que viene
acompañándome la vida desde que soy pequeña, que se revela en el primer diario
íntimo escrito a los nueve y que prácticamente no se detuvo más.
Debe ser la voz
del alma. La que toma mi mano y escribe.
La que me saca de apuros si paro cuando estoy apurada. La que se autoconvoca cuando
cierro mi boca. La que acude con tres respiraciones lentas y profundas que
abren el pecho y hacen eco al corazón para que sea escuchado.
La voz del alma que a veces se torna esquiva hasta que
recupero el modo de llamarla. O me siento quieta y ofreciéndole algo, como
quien llena su mano de alimento y espera que se acerque un pájaro.
La voz que se diluyó un poco y se escondió entre otras
palabras, en los años negros de la represión. Coincidentemente, allí
desaparecen mis relatos, muchos de ellos. Cuando no desaparecen los hechos,
desaparecen los actores, los nombres, los rostros dejan de ser descriptos, se
vuelven confundibles…
Somos lo que somos, y lo que el tiempo ha hecho de
nosotros.
La voz de mi alma ha escondido, en alguno de sus pliegues,
algunos de mis recuerdos. Como en muchos de mi generación.
Pero nunca ha callado, nunca ha huido. Siempre encontró
algún ropaje para salir a la calle. Para no morir de encierro ni encerrada.
Pero esto es otra historia. O es otra parte de la historia.
La voz del alma es la que nos hace sentir acompañados y
contenidos cuando estamos solos. La que prende una luz que ilumina el camino y
dice "Por ahí", y es cierto. La que nos enseña y nos corrige con amor
como Pepe Grillo, para caminar en lo verdadero.
Tiene un solo inconveniente: es evenescente. Como la
sonrisa del gato de Chesire, cuando hablaba con Alicia, a veces solamente deja
un rastro. Y depende de nosotros el volver a encontrarla.
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